Los girasoles de Marina Esmeraldo
Un recuerdo de campos amarillos, subiendo hacia el norte, por la Costa Brava, hacia el sur de Francia. El oro pálido de los campos de heno, salpicado de las formas redondas de las balas que siempre me trae tanta alegría. Y luego, los ricos campos de un amarillo profundo con miles de cabezas de girasoles, volviéndose para adorar a su dios celestial. Una sensación extraña al verlas, pero también la promesa de aire fresco, el campo mediterráneo. Es verano.
En casa, estas visiones pasan por mi mente mientras recibo un paquete hermoso y sencillo. Ráfagas de amarillo coronando un envoltorio de papel blanco, unidas por una cinta de algodón que se siente bien contra las yemas de los dedos. Coloco el paquete sobre una mesa de madera y desato la cinta que sujeta el arreglo: siete flores caen suavemente, en forma de abanico.
El tono intenso y mostaza de cada brote domina la mirada cada vez que entras en la habitación.
Su forma trigonal corta, ricamente pigmentada tiene un impacto duradero en el ojo. Visualizo líneas que suben y bajan en diagonal, una fila de triángulos atrevidos, bailando alrededor de un círculo.
Una amiga a la que no he visto en catorce años me hizo una hermosa vasija de cerámica. Ha viajado a través del Atlántico y ahora se encuentra en la encimera de mi cocina, sosteniendo los girasoles. Organizarlos cada día es una meditación.
Es junio, el mes en que nací, y las flores me saludan.
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